“The most beautiful experience we can have is the mysterious. It is the fundamental emotion that stands at the cradle of true art and science.” Albert Einstein.
Moléculas, líquenes subacuáticos y ficciones de paisaje conforman amplios sistemas de misterio. Sus estados latentes se encuentran sujetos a fuerzas orgánicas de nuestro mundo que terminan por sucumbir ante cierta extrañeza sobrenatural. María Acuyo ha dado vida a una suerte de atracción entre cuerpos, a una constante gravitacional que permite que orbitemos en este poder, que va desde el peso de la masa más terrenal a lo ingrávido de la veladura más tenue.
Continuamente en tensión, con ritmos compositivos que se tocan con el funcionamiento interno de la microbiología, Acuyo interioriza y materializa el gesto desde la biosfera de su imaginario vivo como el calígrafo que guía su pincel de bambú en el shodō. Repeticiones clónicas de eucariontes seriados se comunican y dialogan en términos de adherencia o repulsión para cumplir los principios que regulan todo universo. Elementos membranosos y volubles aseguran la supervivencia de las texturas tupidas y los cuerpos esféricos. Sustratos superpuestos, capa sobre capa, crean evidencias en los primeros planos y nebulosas en los segundos, y entre ellos, la magnitud de un poder estremecedor, cuya hondura seduce y apresa desde la brecha y lo oculto que se deja entrever entre el reconocimiento de modelos abstractos y lo enigmático de formas identificables. Todo un ecosistema, con mente propia, en ocasiones líquido, en otras denso, crea espacios del orden de lo fantástico.
Mundos que no existen pero que sí lo han hecho en literaturas de tinieblas pasadas. A través de huellas románticas y de abismos de Helm, imaginamos a Cthulhu, Azathoth y Yog-Sothoth, que bien podrían reconocerse en la convergencia de figuras tentaculares, masas colosales sin forma y agrupaciones iridiscentes, cuyo material constitutivo, como el de estos dioses primordiales, es el propio universo del que forman parte. Tampoco se sorprenderían al explorar las texturas más pesadas y terrenales sujetas a las escamas pétreas de los dragones en los últimos días de la Edad del Fuego o las texturas de pelo que recubren la vestimenta de los Dark Souls. Ficciones que acompañan a la artista creando composiciones que nos sacuden y colman nuestro cuerpo de este sentimiento inquietante.
Todo sucede en un tiempo que se dilata, moldea y ralentiza. Transcurre o discurre sin aparente linealidad, narratividad o sujeción; solo ligeros trazos pueden desvelar lo oculto del inconsciente. Y en cierta forma, este gesto es el que desdibuja las barreras imaginarias entre ficción y realidad, la misma gestualidad y temporalidad adoptada por la artista para el cromatismo de sus pinturas. Consigue despertar de la noche más oscura y llenarla de expresividad plástica, casi con un sentido de urgencia y conflicto entre la convivencia de los colores, su vibración y equilibrio. Pigmentaciones como la coloración del plumaje de las aves, la variabilidad de camuflajes en los reptiles y los tentáculos de los invertebrados, les permiten sobrevivir en sus distintos hábitats naturales ante sus depredadores en relaciones de reciprocidad continua.
Es, sin duda, esta simbiosis entre la inquietante extrañeza y la tensión del régimen científico-celular la que finalmente experimenta lo misterioso y permite que la belleza aflore. Es la eterna lucha entre lo apolíneo y lo dionisiaco, contrariamente necesarios en el dramatismo de sus trabajos, la que permanentemente nos recuerda que la Naturaleza es un sueño infranqueable. Podrás verlo, pero jamás controlarlo. Y a pesar de ello, ante la fatiga de nuestros ojos en nuestro mundo, preferimos seguir soñando en la Cima de los Vientos de las atmósferas siniestras y los infinitos celulares de María Acuyo.