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Breza Cecchini / ¡Dichoso aquel!

Del 27 de septiembre al 27 de octubre de 2021

Heme aquí.

Pongamos un bosque más o menos frondoso con una mesa ovalada de color verde que, desde la perspectiva adecuada, recuerda una mandorla mística. Para acceder hasta él, es preciso atravesar uno de los dos arcos rebajados que horadan el muro de piedra con hiedra situado en la entrada: uno tiene una puerta blanca de hierro bellamente forjada y el otro conduce al camino, jalonado por una hilera de árboles que bordean una finca con caballos. Al final del paseo, a un lado, hay una especie de cenador o cabaña abierta y, al otro, el huerto invernadero, la casa y, en medio, el estudio. Este entorno acogedor y lleno de encanto constituye parte sustancial del imaginario artístico y vital de Breza, que pinta los lugares que habita y que, al tiempo, habitan en ella.

El sentido tiene que ver con la facultad para percibir estímulos externos o internos. Galopar, etimológicamente, procede de una voz compuesta que significa correr bien.

«La pintura sabe más de mí que yo»

Breza Cecchini mantiene una conexión profunda con la naturaleza y sus ciclos que aúna con una mirada hacia dentro, aglutinando sueños, pesadillas, recuerdos, vivencias y realidades afectivas. Estas imágenes no pueden explicarse en términos puramente objetivos o racionales; aparecen más bien como destellos o visiones que se proyectan desde lo más recóndito del ser prestándose al sentido y al juego dialéctico, habida cuenta de que el ejercicio artístico persigue siempre un no saber. «Sé que he visto, porque no entiendo», sostiene Clarice Lispector (La pasión según G. H.).

La pintura fluye entonces como un canal al servicio de la intuición y las vísceras para expresar aquello que es imposible decir de otro modo o, tal vez, para constatar lo ininteligible de la existencia. Se trata de transcribir lo no visible en forma de símbolos e impresiones con los que sondear las profundidades del alma.

Las imágenes suceden. Son como revelaciones o como «pulsadores —así las define Susana Blas en su Epistolario (antes secreto) con la pintora Breza Cecchini— capaces de despertar emociones ocultas».

El arte como forma de estar en el mundo. La pintura como medio para interrogarse sobre la vida, confrontarse con las propias contradicciones y alcanzar otro estado de conciencia

 

«Soy ganas de pintar y sueño»

Las obras se hacen hueco en el estudio, donde conviven todos los formatos posibles. Se llaman unas a otras, acompasándose y dialogando entre sí, con independencia de las técnicas utilizadas. Forman un solo paisaje con los pinceles, tubos de pintura, frascos, recipientes, papeles, cuadernos y objetos maravillosos que se arrumban en el espacio. También hay un espejo que consigna nuestra presencia como parte de tan singular microcosmos. Breza desafía las lógicas que gobiernan el cubo blanco (paradójicamente, su estudio por fuera sugiere esta misma forma). Sus creaciones, siempre enigmáticas, respiran magia y rebeldía.

Compone las notas de un diario íntimo que recoge todo lo que le rodea, desde lo más cotidiano y familiar hasta lo más onírico y surreal. Observamos mitos y arquetipos, seres de cuento o de fábula que reaniman los imaginarios de la infancia. Análogamente, descubrimos hilos de poesía, narraciones orales o escritas y ecos de otros capítulos de la historia del arte. Cada trazo es como un latido que ve, por lo que no hay ilustración posible. Honesta y sencilla, su pintura está llena de matices y sutilezas que se van percibiendo a fuerza de mirar, sin artificios ni desvíos.

La iconografía se repite como en una tentativa de ensayo (répéter en francés significa ensayar) con cierta dimensión ritual, pues se trata de liberar los símbolos que esconden las imágenes. También de «perseguir la belleza hasta su guarida» —tal como apunta Chantal Maillard a partir de un enunciado de Arundhati Roy—, aunque a veces se vislumbre el espanto. La suya es «una pintura que aúlla, que hace emerger lo soterrado y se enfrenta al abismo», precisaba oportunamente Natalia Alonso Arduengo (Las cartas se echan solas, cat. exp. Mi sombra de cuatro patas, Sala Robayera, Miengo, Cantabria). Sin embargo, entre las sombras, se dejan ver signos que resplandecen y nos interpelan.

 

«Pinto donde estoy y lo que soy, pero lo que hago acaba repercutiendo en mí»

Breza imagina amazonas que cabalgan como acróbatas o están a punto de salir al galope y hasta de alzar el vuelo. Mujeres con los brazos extendidos y las piernas entreabiertas que se niegan a mantener la pose cerrada prescrita para su género. Ya no esperan. Su actitud, flexible y expansiva, representa la apertura al ser, el dominio del cuerpo y la evidencia de saberse en su territorio. Resuena en ellas el mito de Niké, en el origen de nuestra cultura. Puede que incluso sean alegorías  de la victoria.

Casi siempre se encuentran acompañadas de otras especies, sobre todo, caballos y lobos, que se presentan como encarnaciones simbólicas de una suerte de doble, un significante o un significado todavía por desvelar. Más allá de los roles arquetípicos asignados por la narrativa tradicional, estos animales, dotados de una misteriosa ambivalencia, actúan como catalizadores. Los caballos, fuertemente ligados a su cultura familiar, representan la casa, el entorno conocido y acaso también la parte más libre, no domesticada, de nuestro ser; el caballo es la forma que habla. Los lobos, por su parte, señalan el reino de las sombras, personificando el lado frágil, los miedos y los temores, así como determinados obstáculos; no obstante, lejos de constituir una amenaza, a menudo se transforman  en aliados que cuidan y protegen

Todos estos seres habitan un paisaje húmedo, de piel verde y cielos encapotados de tonos azules y grisáceos, bañado algunas veces por una niebla densa que, como un velo, acentúa su dimensión espiritual. La pincelada, vibrante e inmediata, transcribe por medio del color los infinitos matices de su imaginario. El gesto, profundamente expresivo, juega con las diferentes densidades de la materia, pasando de la figuración a la abstracción, de lo sólido a lo líquido y de lo fluido a lo atmosférico, mientras la luz va revelando intensidades. De vez en cuando el dibujo se independiza del color. En otras ocasiones, introduce fulgores de pan de oro o pan de plata como referencia a los astros u otros estados del alma. Cualquiera de los medios plásticos que maneja, ya sean pinturas, dibujos, grabados, esculturas o piezas textiles, le ayudan a vertebrar una hermosa metafísica —algo así como la puesta en obra de un pensamiento poético equiparable a la filosofía de Gaston Bachelard o a los versos de Juan de la Cruz— con la que restituir el poder de la imaginación en un permanente heme aquí.

 

«Me vive la vida»

Breza destila inteligencia. Es consciente de que la imagen detiene perversamente cosas que quizá no deberían estar ahí —señales o indicios que van cobrando y perdiendo la forma—, de modo que las deja marchar. Cada composición es, en definitiva, un espacio vivo que contiene los estratos de la historia que empezó a ser y que finalmente se ofrece como una invitación al sentido que apela a nuestra sensibilidad, nuestra memoria y nuestro ser imaginante en un delicioso ejercicio de interpretación. Breza sabe, como Clarice Lispector, que la libertad es un secreto: «La vida me es, y no comprendo lo que digo. Y entonces adoro…».

Marta Mantecón

N. de la A.: Las citas en negrilla son de Breza Cecchini.